Encontrándome a salvo en la orilla, elevé los ojos al cielo y le di gracias a Dios por salvarme la vida en
una situación que, minutos antes, parecía totalmente desesperada. Creo que es imposible expresar
cabalmente, el éxtasis y la conmoción que siente el alma cuando ha sido salvada, diría yo, de la mismísima tumba.
En aquel momento comprendí la costumbre según la cual cuando al malhechor, que tiene la soga al
cuello y está a punto de ser ahorcado, se le concede el perdón, se trae junto con la noticia a un cirujano que
le practique una sangría, en el preciso instante en que se le comunica la noticia, para evitar que, con la
emoción, se le escapen los espíritus del corazón y muera:
Pues las alegrías súbitas, como las penas, al principio desconciertan...
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